Y menos mal que soñamos, señal de que estamos vivos. Porque
no soñar seria tan triste como hacerlo y no perseguir tus sueños.
Hace mucho tiempo aprendí que los viajes empiezan cuando uno
los imagina, siguen con los preparativos, y culminan cuando devuelvo la maleta
vacía al armario y archivo los mapas y callejeros recopilados. Hay viajes que
no terminan nunca, aunque más bien metafóricamente hablando.
Este viaje nació bajo la sombra de un sauce marbano; lo
mecimos en los campos de Castilla y creció rápidamente en nuestros corazones.
Luego resulta que todo eran señales que nos trasladaban a destino: un programa
de televisión de unos españoles en Chiapas, un cartel anunciando el concierto de
Lila Downs a la entrada de tu heladería favorita, una despedida de soltera con
mariachis, un escaparate con calaveras mejicanas acercándose el Día de Muertos
¡en Zamora!… señales. A nuestros ojos eran señales.
María y yo un día soñamos que íbamos a México en busca de cacao:
del fruto, del proceso, de sabores, de técnicas, de contactos, de la
experiencia vital y gastronómica del chocolate; y, por qué no, a encontramos a
nosotras mismas en el camino.
Ojalá este viaje sea de los que nunca terminan; ojalá
continúe en tierras castellanas en forma de sabroso chocolate atemperado por cariñosas
manos que saben a tradición. Ojalá este sueño sea capaz de acercar ese precioso
grano que cultivaron los mayas a un pueblecito que se crece con el recuerdo del
chocolate.
Este es nuestro sueño. Nuestro viaje. Nuestra realidad.
Cada vez más confuso.
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